14.2.12

Un cuento fantástico

DE “NEON CITY BLUES” (1999) POR EMILIANO GONZÁLEZ


EL AVISO
(Historia verdadera; relato de Mike el Tímido; 1959)

Éramos nueve, amigos y amigas, en un auto robado y excesivamente estrecho. A Tina le gustaba apretar el acelerador, y esa tarde de juerga no iba a ser una excepción: apenas salimos de Neon City, el auto empezó a aumentar de velocidad, a pesar de las protestas borrachas de Pretty Polly y de Baby Lon, y pronto volábamos por una carretera recta y vacía, en la que Tina confiaba y que yo no había recorrido nunca. Todos comenzamos a entonar himnos, como remedio contra los nervios. No recuerdo quién la vio primero, pero alguien nos tocó en los hombros a Pretty Polly y a mí. Volvimos las cabezas. Ahí, junto a la ventana, mirándonos, corría una mujer de largos cabellos rubios, a la misma velocidad suicida del auto, mirándonos con ansiedad… un rostro pálido…

Cesaron los cantos. La vimos todos, con horror y fascinación, todos menos Tina, que no quitaba los ojos de la carretera… Uno de los nuevos amigos le dijo: “¡Para el auto! ¡A ver si así se detiene ella…!” Tina fue disminuyendo la velocidad y al fin el auto se detuvo. Abrimos las puertas y salimos. La mujer había desaparecido. El auto se había detenido justo al borde de un agujero mortal que Tina no habría podido evitar a la velocidad con que conducía. De no haber sido por aquella extraña mujer, hubiéramos pasado a ser nueve juveniles cadáveres.

Tina nunca nos creyó: dijo que la embriaguez nos había impedido ver la motocicleta que montaba la mujer, que no era posible que unas piernas humanas corrieran a esa velocidad, que a veces coinciden felizmente la casualidad y las alucinaciones colectivas…Pero yo, que no era supersticioso, creo desde aquella tarde en los avisos premonitorios. Y aunque sigo robando libros, ya no me atrevo a robar autos.

Un poema erótico

DE “AZUL” (1888-1890), POR RUBÉN DARÍO

ESTIVAL (I)

La tigre de Bengala
con su lustrosa piel manchada a trechos,
está alegre y gentil, está de gala.
Salta de los repechos
de un ribazo al tupido
carrizal de un bambú; luego a la roca
que se yergue a la entrada de su gruta.
Allí lanza un rugido,
se agita como loca
y eriza de placer su piel hirsuta.

La fiera virgen ama.
Es el mes del ardor. Parece el suelo
rescoldo; y en el cielo
el sol, inmensa llama.
Por el ramaje oscuro
salta huyendo el kanguro.
El boa se infla, duerme, se calienta
a la tórrida lumbre;
el pájaro se sienta
a reposar sobre la verde cumbre.

Siéntense vahos de horno:
y la selva indïana
en alas del bochorno,
lanza, bajo el sereno
cielo, un soplo de sí. La tigre ufana
respira a pulmón lleno,
y al verse hermosa, altiva, soberana,
le late el corazón, se le hincha el seno.

Contempla su gran zarpa, en ella la uña
de marfil; luego toca
el filo de una roca,
y prueba y lo rasguña.
Mírase luego el flanco
que azota con el rabo puntiagudo
de color negro y blanco,
y móvil y felpudo;
luego el vientre. En seguida
abre las anchas fauces, altanera
como reina que exige vasallaje;
después husmea, busca, va. La fiera
exhala algo a manera
de un suspiro salvaje.
Un rugido callado
escuchó. Con presteza
volvió la vista de uno y otro lado.
Y chispeó su ojo verde y dilatado
cuando miró de un tigre la cabeza
surgir sobre la cima de un collado.
El tigre se acercaba.
Era muy bello.
Gigantesca la tala, el pelo fino,
apretado el ijar, robusto el cuello,
era un Don Juan felino
en el bosque. Anda a trancos
callados; ve a la tigre inquieta, sola.
Y le muestra los blancos
dientes; y luego arbola
con donaire la cola.
Al caminar se vía
su cuerpo ondear, con garbo y bizarría.
Se miraban los músculos hinchados
debajo de la piel. Y se diría
ser aquella alimaña
un rudo gladiador de la montaña.
Los pelos erizados
del labio relamía. Cuando andaba,
con su pecho chafaba
la yerba verde y muelle,
y el ruido de su aliento semejaba
el resollar de un fuelle.
El es, él es el rey. Cetro de oro
no, sino la ancha garra,
que se hinca recia en el testuz del toro
y las carnes desgarra.
La negra águila enorme, de pupilas
de fuego y corvo pico relumbrante,
tiene a Aquilón; las hondas y tranquilas
aguas, el gran caimán; el elefante,
la cañada y la estepa;
la víbora, los juncos por do trepa;
y su caliente nido,
del árbol suspendido,
el ave dulce y tierna
que ama la primera luz.
Él, la caverna.

No envidia al león la crin, ni al potro rudo
el casco, ni al membrudo
hipopótamo el lomo corpulento,
quien bajo los ramajes del copudo
baobab, ruge al viento.

Así va el orgulloso, llega, halaga;
corresponde la tigre que le espera,
y con caricias las caricias paga
en su salvaje ardor, la carnicera.

Después, el misterioso
tacto, las impulsivas
fuerzas que arrastran con poder pasmoso;
y, ¡oh gran Pan!, el idilio monstrüoso
bajo las vastas selvas primitivas.
No el de las musas de las blandas horas
süaves, expresivas,
en las rientes auroras
y las azules noches pensativas;
sino el que todo enciende, anima, exalta,
polen, savia, calor, nervio, corteza,
y en torrentes de vida brota y salta
del seno de la gran naturaleza.