4.11.14

Tres homenajes Iberoamericanos a Lovecraft

 Cuando se habla de la obra narrativa del escritor Estadounidense Howard Phillips Lovecraft, generalmente se le asocia con el término “horror cósmico”. Esto es, el elemento sobrenatural o inexplicable que produce miedo en sus relatos procede: o bien del cosos o bien de las profundidades del océano[1]. En ambos casos, el monstruo, el elemento sobrenatural, está vinculado con lo antiquísimo: con cultos primigenios, y con entidades que incluso preceden al ser humano como tal. Se trata de entidades amenazantes, ni siquiera necesariamente malévolas, y amenazantes por el hecho de estar más allá de nuestra comprensión, puesto que sus orígenes y naturaleza rebasan nuestro campo de referencia. Si bien este tema no fue inventado por Lovecraft como tal[2], sí conforman sus cuentos y algunos de sus poemas la representación más clara del mismo. A tal grado que el propio Lovecraft declaró en una ocasión:

“Todos mis relatos, por muy distintos que sean entre sí, se basan en la idea central de que antaño nuestro mundo fue poblado por otras razas que, por practicar la magia negra, perdieron sus conquistas y fueron expulsados, pero viven aún en el Exterior, dispuestas en todo momento a volver a apoderarse de la tierra”. (Lovecraft, citado por Llopis, Los mitos de Chtulhu., 39 – 40).

Una vez asentado éste tema, pasó a influir la obra de otros autores[3], en muchos casos inscritos en otras tradiciones literarias y que escriben en otros idiomas. Por ejemplo, en la literatura fantástica escrita en Español.
Sobre este punto, el escritor Mexicano Emiliano González señaló en la introducción a su antología “Miedo en Castellano”, aparecida en 1973 que:

“Pocas veces nos permitimos (los escritores de miedo en Español) el juego del horror cósmico y el pánico interestelar. De Poe a Lovecraft, preferimos a Poe”. (González, Miedo en Castellano., 8)

Sin embargo ha habido textos escritos en Español que no solamente participan de este tema literario, sino que inclusive son abiertos homenajes al propio Lovecraft. Como breve muestra, paso a analizar tres de estos cuentos-homenaje, en orden cronológico: El cuento “There are more things”, del Argentino Jorge Luis Borges, aparecido en 1975; “Presentimiento de la locura”, del Español Leopoldo María Panero, aparecido en 1976; y “El devorador de planetas”, del propio González, aparecido en 1989. 

There are more things” pertenece al libro de cuentos “El libro de arena”. El título en Inglés es una alusión a la obra de teatro “Hamlet”, de William Shakespeare[4], y está dedicado justamente “A la memoria de Howard P. Lovecraft”. El argumento puede resumirse así: el narrador, cuyo nombre ignoramos, se encuentra estudiando Filosofía en la Universidad de Texas cuando recibe la noticia de que su tío Edwin Arnett ha muerto. Nuestro narrador se desplaza a Lomas de Zamora, Argentina, que es donde vivía su tío, para averiguar lo que ha ocurrido con una de sus propiedades, llamada “La Casa Colorada”[5]. Esta casa fue adquirida por el misterioso Max Preetorius, según le informa a nuestro narrador Alexander Muir, amigo del difunto y arquitecto diseñador de la Casa Colorada. Hablando con Muir y con otros locales, el narrador se entera de que la Casa Colorada fue remodelada por completo y que han ocurrido cosas extrañas en ella: todas las remodelaciones que Preetorious ordenó fueron realizadas de noche y a puerta cerrada; las araucarias de la finca fueron taladas y un perro que le pertenecía al tío, fue hallado “decapitado y mutilado” en la acera; el carpintero que se encargó de las renovaciones declara que “por todo el oro del mundo (…) no volvería a poner los pies en la casa” (Borges, 62). Finalmente, el diecinueve de Enero de 1922[6] y en medio de una tormenta, el narrador encuentra la casa abierta y decide entrar en ella. Dentro, encuentra muebles monstruosos de los cuales nos dice:

“No trataré de describirlos, porque  no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla (…) Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondería a la figura humana o aun uso concebible” (Borges, 63 – 64)

Tras explorar el segundo piso el narrador decide irse de la casa, pero justo en ese momento siente que se acerca el habitante de la casa, y que no es Preetorius, pues éste había ya dejado el país. Sobre el verdadero habitante, nos dice solamente el narrador las siguientes palabras, con las que termina el cuento:

“Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos”. (Borges, 65)

Éstre cuento posee una gran cantidad de referencias literarias y filosóficas. Por ejemplo, sabemos de Arnett (el tío del narrador) y de Muir por sus intereses. De Arnett sabemos que instruyó al narrador en el idealismo de Berkeley, las paradojas eleáticas y los tratados de Hinton. Sabemos también que gustaba de leer a Wells y que su perro se llamaba Samuel Johnson[7]. En cuanto a Muir, sabemos que es un rígido seguidor de John Knox, fundador del Presbiteriaismo, una rama del Protestantismo con raíces Calvinistas y que proponen la fe, no las obras ni la veneración de imágenes como única manera de salvación. Es curioso que Muir llame al misterioso Preetorius “judezno”. Por su parte, conforme el narrador investiga lo que ha ocurrido en la casa, tiene un sueño en el que se alude al grabador Giovanni Battista Piranesi (quien lo mismo reproducía fidedignamente ruinas reales que edificios imaginarios) en el cual hay un laberinto, o mejor dicho un anfiteatro que representa al laberinto. En el centro de este se encuentra el minotauro, pero en palabras del narrador: “Era el monstruo de un monstruo”. (Borges, 60).
Lo que ocurre en este cuento, entonces, es que los personajes viven en un universo ordenado y cordial (Muir y Arnett eran amigos íntimos) en el cual poco a poco se infiltra el caos. Todos los muebles y libros de Arnett (como el globo terráqueo y los cubos de colores; es decir, mapas y representaciones del orden geométrico) fueron tirados a un vaciadero y en su lugar la casa fue objeto de modificaciones que los personajes llaman “abominables”. No sabemos tampoco qué objetivo perseguía Preetorious, ni su relación exacta con el monstruo que ahora habita la casa. Sin embargo, el narrador no puede evitar algunas ponderaciones sobre este monstruo en cuestión. Al hurgar entre los muebles inexplicables que lo anteceden[8], primero le viene a la mente el término ‘Anfisbena’[9]. Y después se pregunta: “¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que él para nosotros?” (Borges, 64). Por inconcebible que resulte el monstruo, el caos, hay algo también de intrigante en él.

“Presentimiento de la locura” pertenece al libro “El lugar del hijo”, aparecido en 1976[10]. Este cuento también está narrado en primera persona, pero aquí conocemos el nombre del narrador: Arístides Briant, autor de dos libros de poemas y uno de ensayos, ninguno de los cuales tuvo éxito. Su matrimonio también está en problemas, en gran parte por el alcoholismo de él. Arístides y su esposa, Cristina, deciden entonces adoptar un niño[11]. Cristina escoge a un muchacho de siete años, llamado Dionisio, cuya cojera y ojos azules despiertan de inmediato el cariño de la mujer. Arístides, por el contrario, siente un rechazo instintivo del niño desde un principio. Aun y así procede la adopción; pero desde esos primeros meses ocurren cosas extrañas: Arístides encuentra moscas muertas en su taza de té, su mesa de trabajo e inclusive su cama, además de telarañas aplicadas aposta sobre las páginas del libro que estaba leyendo. Por su parte, Dionisio parece ser un niño precoz que no se lleva con otros niños, pero que por otro lado consigue “el asombro de sus maestros”. También exhibe un gran interés, incluso amor, por la oscuridad, por los perros y por los peces. En una ocasión inclusive demuestra ser capaz de nadar sin problemas en un mar embravecido, a pesar de su cojera. Cuando Arístides le confiesa sus sospechas a Cristina, ésta lo compadece y al parecer no le cree. Por lo tanto, Arístides ingresa a un sanatorio para desintoxicarse. Cuando vuelve, curado por el momento de su alcoholismo, intenta sanar su relación con su esposa y su hijo adoptivo, al cual le regala un extraño muñeco: una cabra con cola de pez.
Este muñeco es colocado después como una trampa con la cual Cristina tropieza y muere al caer por las escaleras. Entonces Arístides encuentra un diario privado de Dionisio, en el cual el niño se jacta de haber matado a Cristina y del hecho de que no es humano , sino descendiente de “un altivo pueblo que habita desde hace milenios en el fondo del mar”. Enfurecido, Arístides encierra a Dionisio en el ático tras propinarle una tremenda paliza. Al día siguiente encuentra muerto a Dionisio, que se ha colgado de una viga del techo. Y al examinar su cadáver, descubre que Dionisio tenía un muslo de metal, y de un metal desconocido, semejante al oro; de ahí so cojera. Entonces Arístides cierra el relato con la siguiente reflexión:

“Pensé que guardaría aquel muslo de oro como recuerdo, porque naturalmente tendría que descuartizar a mi hijo si quería encerrarlo en alguna maleta para llevarlo así a Innsmouth, y arrojar allí, en una de sus playas, sus mínimos restos al mar”. (Panero, 93)

Esta última línea alude no solamente a Lovecraft, sino a un cuento muy específico que es “The shadow over Innsmouth” (o “La sombra sobre Insmouth”), escrito en 1931 y publicado por primera vez en 1936. En este cuento se nos habla de un pueblo pequero cuyos habitantes hacen un trato con una antigua raza de monstruos marinos: los habitantes obtienen oro de las profundidades, y a cambio realizan sacrificios para los monstruos, que además comienzan procrear con los humanos de Innsmouth. En el cuento de Panero, Dionisio dibuja un símbolo de pez cuando Arístides le pregunta sobre lo que ha escrito en el diario; y en ese mismo diario, el relato que cuenta sobre su origen parece corresponderse también con la mitología del texto de Lovecraft:

“Ellos creen que soy humano, y nunca sospecharán que pertenezco al altivo pueblo que habita desde hace milenios en el fondo del mar; a ese pueblo cuyo orgullo le costó permanecer hasta que se cumpla el Plazo, en las tinieblas marinas, sin salir jamás, por voluntad de Adonai[12] y de aquellos que moran en las estrellas, y que obedecen su palabra…” (Panero, 87)

Sin embargo, el crítico Túa Blesa ha señalado en su ensayo “Wake the serpent not” que este cuento permite también una segunda lectura, según la cual el verdadero culpable de los hechos aquí narrados es el propio Arístides, cuyo alcoholismo le ha hecho cometer toda clase de barbaridades que su mente disfraza con la fantasía de los monstruos marinos. En efecto, varias partes de la narración lo sugieren: cuando ocurren los fenómenos de las moscas y del libro, Arístides es el único testigo de estos actos, que no le muestra a su esposa por miedo precisamente a que lo acuse de haber hecho esas cosas él mismo. Cuando lee el diario de Dionisio, Arístides nota que: “ni siquiera la sintaxis, comprobé luego, era la propia de un niño de esa edad, sino la de un adulto, la mía” (Panero, 97). Por descontado, el nombre del niño alude al dios del vino, inspirador de la locura ritual. Mas como el relato no lo conocemos sino por boca de Arístides, lo que hay aquí es una ambigüedad, me parece que intencional, y en eso precisamente recae el efecto estremecedor de éste cuento. Vale la pena señalar además que a lo largo del relato Arístides y Dionisio desarrollan una relación tan intensa que a momentos no se sabe si se trata de odio o de deseo velado. Aristides describe a Dionisio como: “el más inteligente y peligroso y bello de mis enemigos” (Panero, 75) y cuando Cristina ha muerto, Dionisio aprovecha un momento en que Arístides está solo para saltar sobre sus rodillas y besarlo en la boca. Antes, se había aludido en el texto a Sigmund Freud y a la homosexualidad entendida no solo como preferencia sexual sino como: “la primitiva realidad de los lazos sociales (…) la relación social directa, no simbolizada” (Panero, 77).

Finalmente, “El devorador de planetas” es el segundo cuento del libro “Casa de horror y de magia”, aparecido en 1989[13]. Nuevamente se trata de un relato escrito en primera persona, e ignoramos el nombre del personaje narrador, aunque sabemos que es escritor de “cuentos de espanto y alucinación”. Nuestro narrador, que ha concluido sus estudios universitarios, pasa unos meses de veraneo con su abuelo, el cual es coleccionista de libros y astrónomo aficionado. Una noche anormalmente clara, el abuelo se alarma al constatar un extraño fenómeno en su telescopio: parece ser que la luna se encuentra mucho más cerca de lo normal. El narrador no observa nada anómalo en el tamaño de la luna, pero en cambio ve algo aún más extraño: una línea ondulada y roja que cruza uno de los cráteres lunares. Ante estos dos fenómenos, el abuelo recuerda una sentencia de  Friedrich von Juntz, según la cual “Cuando la luna sangra y las estrellas engordan el Devorador de Planetas anda cerca”. El narrador, sin comprender la sentencia, sale a mirar las estrellas al aire libre, y se alarma al notar como una estrella en que había clavado la vista se extingue de pronto. Por su parte, el abuelo (que al parecer vio el mismo fenómeno a través del telescopio) enloquece de miedo y procede a quemar todos sus libros e instrumentos. El abuelo es encerrado en el hospicio de Arkham y el narrador cierra el cuento con el conocimiento de que la Tierra misma es susceptible de ser devorada por el monstruo que su abuelo vio de cerca.

El texto incorpora toda clase de referencias literarias. De entrada, Friedrich von Juntz, de cuyo “Unaussprechlichen Kulten” o “Cultos innombrables” surge la definición del Devorador de planetas, es una creación del autor Robert E. Howard, la cual Lovecraft incorporó a los Mitos de Cthulhu, junto con otros supuestos libros prohibidos que también aparecen en este cuento, como el “Libro del Kraken” de Juan de Sidonia y sobre todo el “Necronomicon”, de Abdul Al-Hazred. También se habla de autores como el ocultista Aleister Crowley, el astrónomo Giordano Bruno, el alquimista Paracelso, el naturalista Plinio el viejo e inclusive el físico Albert Einstein. Estos autores, reales y ficticios, conforman la biblioteca del abuelo, que con esto resume toda clase de visiones sobre el universo. Pero en este cuento de lo que se habla es de la posición del artista con respecto a su inspiración, vinculado aquí con el universo en caos. Según nos dice el narrador, su abuelo le aconsejaba “mirar el cielo con los pies en la tierra”; posteriormente el narrador precisa:

“Atisbar el abismo sin caer, observar las estrellas sin ser fulminado por ellas es una de las características que distinguen al artista del loco.” (González, 53)

Finalmente, estos tres textos rinden homenaje al universo literario de Lovecraft, al horror cósmico. Pero también son textos en los que cada uno de estos autores habla de sus propias obsesiones: el intelectualismo de Borges, la manía psicosexual de Panero y las obsesiones artísticas de González. Lejos de hacer meros pastiches, proponen una evolución del tema, al incorporarlo a su propio universo literario y dar paso a nuevas lecturas e interpretaciones.


BIBLIOGRAFÍA:

-       BORGES, Jorge Luis. El libro de arena. (6ª Reimpresión) Madrid: Alianza Editorial, 2000.
-       BLESA, Túa. “Wake the serpent not”. El odio. Barcelona: Tusquets, 2002. 55 – 80.
-       BRAVO ROZAS, Cristina. “El cuento de terror en España e Hispanoamérica, un mundo por descubir”. Actas del XXIX Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Tomo III. Bacelona: Universidad de Barcelona, 1992. 119 – 132.
-       CASTILLA DEL PINO, Carlos y otros. El odio. Barcelona: Tusquets, 2002.   
-       GONZÁLEZ, Emiliano. Casa de horror y de magia. México, D.F.: Joaquín Mortiz, 1989.
-       GONZÁLEZ, Emiliano, editor. “Miedo en Castellano: 28 relatos de lo macabro y lo fantástico”. México, D.F.: Samo, 1973.
-       GONZÁLEZ, Emiliano. “El devorador de planetas”. Cuento publicado en: Casa de las Américas #197. (1994): 25 – 28.
-       JONES, Stephen y Dave Carson (Eds.). H. P. Lovecraft’s book of horror. Londres: Robinson Publishing, 1994.
-       LLOPIS, Rafael. “Los mitos de Cthulhu” y “Mitos póstumos”. Los mitos de Cthulhu. Madrid: Alianza Editorial, 2003. 11 – 52 y 513 – 515.
-       LLOPIS, Rafael. “Los cuentos de terror”. Antología de cuentos de terror, 1. Madrid: Alianza Editorial, 1989. 9 – 14.
-       LOVECRAFT, H. P. Crawling chaos. (2ª Edición) Nueva York: Creation Books. 1997.
-       LOVECRAFT, H. P., y otros. Los mitos de Cthulhu. (6ª Reimpresión) Madrid: Alianza Editorial, 2003.
-       MARTÍNEZ GUTIÉRREZ, Juan Tomás. “Los límites de la representación en ‘There are more things’, de Jorge Luis Borges”. 2007. Consultado en Julio de 2014 en: http://www.ucm.es/info/especulo/numero35/mothingd.html
-       OLIVER, José. “Análisis de ‘There are more things’ desde la perspectiva Lovecraftiana”. 26 de noviembre de 2006. Consultado en Julio de 2014 en: http://www.lovecraftweb.com.ar/sitio/?p=414
-       OLVERA VÁZQUEZ, Jorge. “Aquelarre en los bosques narrativos: la poética de lo fantástico en los cuentos de Emiliano González”. Tesis de Doctorado, Universidad Nacional Autónoma de México. Facultad de Filosofía y Letras, 2011. 
-       PANERO, Leopoldo María. Cuentos completos. Madrid: Páginas de Espuma, 2007.
-       SHAKESPEARE, William. Hamlet, príncipe de Dinamarca. Traducción de María Enriqueta González Padilla. México, D.F: UNAM, 2000. 




[1] El cual se presenta como un espacio que de tan vasto e incomprensible, se antoja equivalente al cosmos.
[2] Rafael Llopis, en su antología “Los mitos de Cthulhu” señala como antecedentes de Lovecraft a escritores como Arthur Machen o Robert Chambers, por ejemplo. También señala: “Pero de todos ellos, el que mejor supo expresar la angustia de su tiempo, expresando simplemente la suya propia, fue Howard Phillips Lovecraft” (Llopis, Los mitos de Chtulhu., 17).
[3] A este respecto señalaba Rafael Llopis ya en 1970: “Los Mitos de Chtluhu, una vez estructurados, han pasado también a convertirse en nuevos elementos constituyentes de otras estructuras más modernas (…) su influencia (en la literatura fantástica) es ya evidente hoy, así como en la obra de Tolkien (…), en las lucubraciones más o menos paracientíficas de Pauwels y Bergier, en ciertas fantasías humorísticas del catalán Perucho y hasta en algunos relatos crípticos de Borges” (Llopis, Los mitos de Cthulhu., 38 – 39).
[4] Concretamente es un parte de un diálogo del propio Hamlet en el acto I, escena V: “Hay mas cosas en cielo y tierra, Horacio / de las que sueña tu filosofía”. (Shakespeare, 111).
[5] Escrito con mayúsculas en el texto original.
[6] El narrador vuelve a Argentina en 1921, cuando estaba por rendir “el último examen” en la universidad. Por lo tanto, es de suponer que llegó en Diciembre del 21 y que sus investigaciones se extendieron hasta Enero del siguiente año. La fecha además no es gratuita: muchos de los relatos de Lovecraft ocurrían en “la actualidad”, que para él eran la década de los 20.
[7] Ninguna de estas referencias son gratuitas: George Berkeley proponía un conocimiento del universo basado en las percepciones puras, sin intervención del intelecto; las paradojas de Zenón de Eleas (por ejemplo, la de Aquiles y la tortuga) cuestionan la relación entre espacio, tiempo y movimiento; Charles Howard Hinton, matemático novelista, es famoso por acuñar el término “teseracto” (o “hipercubo”), que nos proporciona una idea de lo que sería la cuarta dimensión, el tiempo; Herbert George Wells, escritor fundamental de ciencia ficción (por descontado, uno de los autores favoritos tanto de Lovecraft como de Borges), y que también ponderaba sobre los misterios del tiempo y el espacio. Finalmente, Samuel Johnson fue uno de los principales detractores del idealismo de Berkeley. Que el perro que lleva su nombre sufra un fin tan violento es también un símbolo de la forma en que el universo material  de este cuento es violentado por el caos.
[8] “(su) monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su sombra” (Borges, 64).
[9] De acuerdo al diccionario de la RAE: “Reptil del que los antiguos contaban fábulas y prodigios. No se sabe a punto fijo a cual de los animales hoy conocidos corresponde”. En el texto, se le vincula con el poeta Marco Anneo Lucano, cuya obra principal, “Farsalia”, versa sobre la guerra civil; el canto VI de éste, por descontado, es uno de los documentos más completos sobre Necromancia que persisten de la Antigüedad.
[10] Panero es principalmente poeta, perteneciente al movimiento de los Novísimos. Sin embargo, también destaca como cuentista, ensayista y traductor sui generis.
[11] Nos menciona el narrador: “Entonces no eran necesarias para ello (adoptar a un niño) tantas  y tan minuciosas investigaciones como ahora lo son, de modo que,  a pesar de ser yo quien era, pensé que aquello sería perfectamente factible”. Más adelante averiguamos que en el tiempo en que trascurre la narración las teoría de Freud son aún recientes y no muy conocidas, lo que nos sitúa por lo menos en principios del siglo XX, ya que por otro lado los automóviles ya son comunes en el texto. 
[12] “Adonai” es uno de los nombres Hebreos de Dios; por lo tanto, los que moran en las estrellas podrían ser los ángeles.
[13] Ya en su primer libro “Los sueños de la bella durmiente”, aparecido en 1978, González había escrito un tríptico que también rinde homenaje a Lovecraft, “La herencia de Cthulhu”.

6.10.14

(sin título)

“No hay civilización durante el orgasmo. Lo sé. Cualquiera lo sabe. Y, tal vez, no existe ningún dejo de humanidad cuando lo experimentamos. Somos órganos, glándulas descargándose, músculos moviéndose por sí mismos.”

— José Luis Zárate. Las razas ocultas. 1998. 

13.8.14

De “La feria”, por Juan José Arreola (1963).


I. 

Yo desde chico he sido muy perseguido por las ánimas del Purgatorio. Hace mucho, cuando vivíamos por el Becerro de Oro, teníamos una vecina enferma. Hay que ayudarse entre vecinos. Yo iba a preguntarle antes de dormirse si algo se le ofrecía. Una noche me mandó que le trajera agua caliente. Y cuando la estaba calentando en la cocina, me habló un ánima y me dijo dónde estaba el dinero, ahí nomás en un pesebre del corral. Se lo dije a la señora y ella ya no necesitó el agua caliente para su dolor. Se levantó de la cama, me dio una barra de albañil y tumbamos el pesebre. Había un cazo de cobre con tapadera, muy pesado. Entre los dos lo arrastramos a su cuarto. La señora lo destapó y  me dijo que eran puras monedas viejas de las que ya no circulan. Al otro día se fue a curar a Guadalajara y volvió con muy buena ropa. Hizo su casa de nuevo, comía muy bien y compró muebles y animales. Y no me dio ni un sagrado quinto. 

II. 


Otra vez, ya más grande, me habló otra ánima, en mi casa. Era una señora que no quiso confesarse y que muchas veces estuvo tocándome en la puerta así, pum pum, hasta que me habló. Se lo conté a un primo mío y nos pusimos a escarbar ente los dos. Pero tuvimos envidia el uno del otro y cuando llegamos al punto, el dinero se nos volvió carbón. Trabajamos de balde. 

1.7.14

En el cruce de caminos (cuento)


El hombre lleva sólo unos cuantos minutos en la mesa del restaurante; parecen horas. Observa a la gente que llega y a la que se va, mientras bebe morosamente del chocolate caliente que pidió. Sabe que su escrutinio es en realidad innecesario, porque ella llegará sin duda. Pero no puede evitar este tipo de hábitos. Porque toda su vida está organizada, siempre insiste en controlar detalles nimios; le hace sentir que aún tiene algo de poder. Cuando ella por fin llega. él no necesita verla de cerca. Sabe que es Mariana. Así estaba previsto, difícilmente podría ser de otra manera. Alza el brazo para llamar su atención mientras se pone en pie.

- ¡Héctor! —dice ella.

No se han visto en diez años y aunque se reconocen fácilmente, han cambiado. Su vestuario es más sobrio, aunque ella siga llevando faldas y él pantalones de mezclilla. Sus rostros aún no presentan arrugas, sus cabellos no tienen aún hebras grisáceas ni tinte; aún y así se saben envejecidos. Se saludan con un breve beso en la mejilla. Ella escruta brevemente el menú y decide ordenar una sencilla copa de frutas y un agua mineral con hielo. Él no pide nada más.
Conversan un poco de sus vidas; a pesar del tiempo, no hay tanto qué contar: después de terminar el bachillerato, estudiaron una carrera. Ella, economía. Él, ingeniería. Se recibieron con facilidad, aunque sin llamar demasiado la atención. Cada uno está se casó hace no mucho. Tienen sus salidas, su seguridad económica, una casa cada cual. A veces toman vacaciones; siempre a algún lugar cercano, casi siempre la playa. No mantienen mucho contacto con los demás compañeros y amigos de entonces. Pasadas las trivialidades, queda poco por comentar.
En alguna larga pausa, él siente ese breve vértigo que lo asalta cada vez que considera emprender una acción sin antes consultarla y que casi siempre se hunde cuando opta por consultar. El vértigo que se evapora en un pequeño malestar, como una piedra minúscula chapoteando en la negrura de un pozo muy hondo. Esta vez actuará.

- Mariana —dice, y no le importa si su tono de voz suena cortante — ¿te acuerdas del juego de las cartas?

- ¿De qué me hablas, tú? Ah, no, espera, el juego… —poco a poco su rostro se ilumina con el recuerdo —Pero sí, ¡el juego de las cartas! Uh, pero de eso hace años, ¡montón de años! ¿Cuantos teníamos?

- Trece años. Mejor dicho, yo tenía trece años y un mes y a ti te faltaban dos meses para cumplir trece años.

- Oye, eso sí es memoria…

- Es que fue a principios de Enero, justo antes de que comenzáramos la Secundaria. O sea, supuestamente el último juego de niños que jugaríamos porque ya nos sentíamos grandes. Aunque si lo piensas, era un juego más propio de adolescentes.

- Sí… Escribirle una carta a nuestros “yo” del futuro, preguntarles que como estaban, como era el mundo y todo eso. Luego, enterrar las cartas bajo algún árbol y dejarlas para la historia. ¡Como nos ensuciamos al cavar!

- Y si volvías en noche de luna llena y desenterrabas la carta quizá habría una respuesta. Eso decíamos.

- Creo que fue la última vez que vi una carta con sobre. Claro, mira que fuimos una de las últimas generaciones que supieron lo que era la vida sin el internet. Bueno, más bien cuando todavía no era tan conocido.

- ¿Y nunca volviste por tu carta?

La manera en que clava sus ojos en ella la hace desviar la mirada.

- Tu sí —dice Mariana. Es un hecho, el tono en que lo dice no deja lugar a dudas.

- Yo sí… ¿y si te digo que en efecto había otro sobre y que sí había una respuesta pensarías que miento o que te quiero tomar el pelo? ¿Pensarías que enloquecí?

Ella no responde, pero esta vez sí puede sostenerle la mirada. Pasan al menos dos segundos en silencio. Los ojos marrón claro de ella y los verde oscuro de él se miran con cierto cariño que el resto de sus cuerpos no comunica. Ella está sentada con rigidez, los dedos de la mano derecha asiéndose de la copa ya vacía. Él se inclina ligeramente hacia ella. Sin responder la pregunta de él, ella le dice:

- ¿Y qué decía la carta?

- Volví por ella mucho después, cuando estábamos en nuestro quinto año de bachillerato. Ahí teníamos que escoger qué área cursaríamos el siguiente año, ¿recuerdas? Era cuando nos insistían en que por primera vez tomaríamos una decisión importante para el futuro y esas babosadas. Pero en ese entonces no parecían babosadas, sino cosas que daban miedo por absolutas. Entonces, el mundo de los adultos era algo salvaje que se nos venía encima y que tenía la culpa de esos estudios que entonces parecían incomprensibles. ¿Como íbamos a saber lo triviales que son en realidad? —él vacía el resto de su bebida de un solo trago. Hace una mueca al sentir el sabor del chocolate ya frío y continúa —pues paseaba en esos bosques en los que antes jugaba y se me ocurrió buscar el árbol y la carta. No era difícil: un árbol a la entrada de un vivero contra el que una vez chocó un borracho  y que aunque no se secó florecía muy poco. Crecía, pero apenas le salían hojas y flores. Pues lo encontré y se me ocurrió desenterrar esa carta. Sabía que la mía estaba a la derecha según se entraba y la tuya a la izquierda. Y mira… en realidad lo que quería era ver lo que había yo escrito. No sé, acordarme de qué quería en la vida y esas cosas.

El mesero los interrumpe un momento para llevarse los trastes sucios y preguntar si desean algo más. Ella niega con la cabeza. Él pide un vaso de agua, puesto que tiene mucho que narrar y porque supone que aún permanecerán un rato en el restaurante.

- …sigue —dice ella cuando han pasado segundos desde que el mesero se marchara y él no ha continuado.

- Sí, perdón, es que… Es que nunca se lo he dicho a nadie, y así en voz alta suena, no sé, no parece real… El caso que la desenterré, y era el mismo sobre, con la fecha de cuando fuimos y todo. Pero la carta en el interior no era la mía. O de hecho, sí era; quiero decir, era el mismo papel, juraría que la misma pluma inclusive. Pero la letra era un poco distinta, más pesada. Y el contenido… Mariana, la carta me advertía que no fuera a escoger una carrera que no pagara bien. Que en diez años, es decir a los veintitrés, diez años después de que enterráramos las cartas, tendría problemas para conseguir un empleo y para pagar cualquier deuda que acumulara. Que no aguantaría vivir con menos de lo que estaba acostumbrado.

- Pero, oye, no sé… ¿no le contaste nunca a tus padres de…?

- Sé lo que piensas, que probablemente esa otra carta era de alguien más. Mis padres nunca tuvieron la imaginación como para decirme de una manera tan fantasiosa que estudiara algo que deje, como solían decirme. No… yo sé de cierto que era mi propia letra, y que los cambios eran porque tenía más edad. Lo sé por instinto, o quizá porque me convencí de inmediato.

Ella decide ordenar un té de manzanilla. Más para insertar una pausa en la conversación que por otra cosa.
Él prosigue:

- El caso es que me asusté y opté por lo que parecía seguro. Números, diseño… esas cosas nunca me atrajeron pero tampoco se me hacían difíciles. Terminé el bachillerato con promedio normal, ¡bueno! Según la escuela, con “promedio satisfactorio”. Después la universidad, la carrera, la Tesis, graduarse; no me costó mucho conseguir empleo, pero tampoco era la gran cosa. Uno de millones de empleados en cierta empresa, con ascensos y promociones por escalafón. No puedo decirte que fui infeliz; de hecho, supongo que era normal: los estudios primero, luego el ganar mi propio dinero, rentar un departamento, salir de vez en cuando con alguna muchacha de la facultad o de la empresa después, ir de copas con amigos de vez en cuando… claro que con todos los amigos perdía el contacto cada vez que cambiaba de ambiente, es decir que no había nadie especial. Pero esas cosas no te afectan hasta que no te das cuenta. Y vaya si me di cuenta.

- Volviste a hacer el juego de la carta —nuevamente, es un hecho y no una pregunta.

- Volví a hacerlo. Conocí a Patricia en la fiesta de cumpleaños de algún compañero. Era la hermana de no sé qué secretaria o algo así. Como era costumbre, conversamos, bailamos un rato, se nos ocurrió intercambiar números de celular. Pero a la semana siguiente la llamé para salir y ella dijo que sí. En fin, ya te lo imaginarás, poco a poco nos hicimos novios. Y al año de eso me promovieron y me di cuenta de que tenía suficiente dinero como para comprar una casa. Y si nos juntábamos… Esa es la cosa, cuando empecé a buscar dónde se podía comprar un anillo de compromiso me di cuenta de que estaba pensando estas cosas porque era conveniente. No puedo decirte si la amaba porque justamente me di cuenta de que no tengo idea de qué significa eso. ¡Bueno, quizás nadie la tiene! De lo que sí estoy seguro es de que todo parecía cómodo, fácil de hacer, nada arriesgado…

- Oye… ¿me equivoco o con el trabajo era lo mismo? No que lo odiaras ni nada, sino que te quedabas ahí porque era seguro. O más bien, era tan seguro que ni siquiera se te ocurría, ¿como decirlo? Que… son rutinas tan hondas que ni siquiera nos damos cuenta de que son rutinas. Hasta que ocurre algún accidente ni siquiera nos damos cuenta de que son cosas a las que nos acostumbramos…

- Un accidente. Ese es el asunto, que nunca he estado en un accidente. Es decir, sé que existen, obviamente. Alguna vez estuve cerca de donde atropellaron a alguien, escuché decir que a no sé quién lo asaltaron o que fulano de tal murió así o asá. Y leo el periódico, o por lo menos visito sus páginas de vez en cuando. Sé, pero diría que estas cosas nunca me tocan de frente, y de hecho me pregunto si… Pero mira, el punto es que me di cuenta del asunto con mi vida y un día al salir del trabajo se me ocurrió manejar hasta ese vivero de antes. Me dije que si Patricia aceptaba debíamos ir con mis padres a avisarles del compromiso y por eso era mejor recordar cómo llegar, pero eso es un pretexto. Casi toda justificación que le ponemos a nuestros actos es un pretexto, porque si confesáramos cuántas cosas las hacemos por hacerlas nos daríamos cuenta de lo poco que controlamos nuestras vidas. Pues bien, el vivero sigue ahí, aunque hoy en día está algo descuidado, y el árbol sigue ahí. Creo que es el mismo árbol, igual podría ser otro. Arranqué una página de mi agenda, escribí sobre mis dudas con Patricia y la enterré —muy mal, por cierto, ya que no tenía a mano una pala ni nada por el estilo. Pero la enterré. Después volví a casa y durante unos días no pensé más en el asunto. Pero a la semana siguiente volví.

- ¿Y qué había?

- La misma página de mi agenda, por supuesto. Con la misma tinta. Y con otro mensaje: Que sí, que le pidiera matrimonio a Patricia, que si no, un día se aburriría de mí y se iría con alguien más. Y eso hice, y ella aceptó… de esto, hace ya tres o cuatro años. Y lo demás…

El mesero viene de nuevo a llevarse la taza y el vaso ya vacíos. Les pregunta insistentemente si se les ofrece algo más; Héctor pide la cuenta, Mariana se sorprende ligeramente al consultar su reloj de muñeca y darse cuenta de que llevan casi tres horas conversando.

- Sigue, ¿Lo demás, qué? ¿O eso es todo?

- Lo demás, lo de siempre: nos comprometimos, compramos la casa juntando nuestros ahorros, nos casamos, tuvimos un hijo, me ascendieron a gerente, tuvimos una hija y Patricia dejó su trabajo para dedicarse a los niños. Y la casa, y visitas a los parientes, y es de suponer que después las guarderías, las escuelas, las vacaciones… Desde entonces he vuelto una y otra vez al vivero. Cada semana, de hecho. Porque hay algo que no te he dicho, haga lo que haga la tierra alrededor del árbol no cambia. Es como si nunca hubiera cavado nadie por ahí. Y aunque siempre voy de noche, es extraño como nunca hay nadie por ahí. Ningún guardia, nadie pasa por la calle, nada. Pero eso no es lo que me preocupa.

- ¿Qué te preocupa?

- Te digo que nunca he tenido ningún accidente; que de hecho nunca he tenido ningún disgusto, nada muy grave. Mi madre murió el año pasado, de un aneurisma. Pero como ya sabía que ocurriría, no me afectó gran cosa; tuve tiempo de despedirme y todo. Ja, incluso mis hijos tienen los hombres que me dijeron las cartas. Si no, no les hubiesen gustado sus nombres y crecerían con un poco de resentimiento. Todo perfecto, todo bonito, y yo me siento hueco del todo. Siento que no importaría si muriera, porque hace mucho que no he vivido.

- ¡Héctor!

Pero él no parece escucharla ya.

- He pensado que cuando éramos niños, tú, los demás de la cuadra y yo… A mí nunca me importó lastimarme, pero sí me ponía muy nervioso cuando se venía algo encima. Por ejemplo, me asustaba mucho más cuando mi padre amenazaba con pegarme que las pocas veces que sí me llegó a pegar. Creo que siempre le tuve miedo, no digamos al futuro, sino a la incertidumbre. A la idea de que en el porvenir hay algo tan horrible que es peor lo que nos podamos imaginar. Y ya ves… ahora pienso que estaba equivocado. Lo único peor que la incertidumbre es la absoluta certidumbre de que todo marchará como siempre. Sí…

- …oye, Héctor, a todo esto…

Pero Héctor se incorpora y toma la cuenta. Se inclina para besar fríamente la mejilla de ella mientras le susurra:

- Gracias por escucharme, Mariana. Yo pago. Pero no me sigas, no me preguntes nada. Ya no quiero pensar en esto.

Ella lo mira marcharse hacia la caja. Cualquiera, al verla, la supondría atónita por lo que el hombre debe haberle dicho al oído. Pero no es eso, es la angustia de saber que ella tampoco se atrevería a dar el salto hacia lo imprevisto. ¿Cómo confiar que ella también ha vuelto una y otra vez a ese vivero y que las cartas son también el oráculo de su organizada, dulce, aplastante vida? ¿Cómo confesarle que acudir a su cita estaba también vaticinado y que era la única manera en que sabría de cierto que no está loca, como sabría de cierto que una vez que se escoge una senda y se deja atrás un cruce los otros caminos ya no existen más para nosotros?
Tras un rato, ella también se incorpora, sale del restaurante y se sumerge de vuelta en el mundo.