1.7.14

En el cruce de caminos (cuento)


El hombre lleva sólo unos cuantos minutos en la mesa del restaurante; parecen horas. Observa a la gente que llega y a la que se va, mientras bebe morosamente del chocolate caliente que pidió. Sabe que su escrutinio es en realidad innecesario, porque ella llegará sin duda. Pero no puede evitar este tipo de hábitos. Porque toda su vida está organizada, siempre insiste en controlar detalles nimios; le hace sentir que aún tiene algo de poder. Cuando ella por fin llega. él no necesita verla de cerca. Sabe que es Mariana. Así estaba previsto, difícilmente podría ser de otra manera. Alza el brazo para llamar su atención mientras se pone en pie.

- ¡Héctor! —dice ella.

No se han visto en diez años y aunque se reconocen fácilmente, han cambiado. Su vestuario es más sobrio, aunque ella siga llevando faldas y él pantalones de mezclilla. Sus rostros aún no presentan arrugas, sus cabellos no tienen aún hebras grisáceas ni tinte; aún y así se saben envejecidos. Se saludan con un breve beso en la mejilla. Ella escruta brevemente el menú y decide ordenar una sencilla copa de frutas y un agua mineral con hielo. Él no pide nada más.
Conversan un poco de sus vidas; a pesar del tiempo, no hay tanto qué contar: después de terminar el bachillerato, estudiaron una carrera. Ella, economía. Él, ingeniería. Se recibieron con facilidad, aunque sin llamar demasiado la atención. Cada uno está se casó hace no mucho. Tienen sus salidas, su seguridad económica, una casa cada cual. A veces toman vacaciones; siempre a algún lugar cercano, casi siempre la playa. No mantienen mucho contacto con los demás compañeros y amigos de entonces. Pasadas las trivialidades, queda poco por comentar.
En alguna larga pausa, él siente ese breve vértigo que lo asalta cada vez que considera emprender una acción sin antes consultarla y que casi siempre se hunde cuando opta por consultar. El vértigo que se evapora en un pequeño malestar, como una piedra minúscula chapoteando en la negrura de un pozo muy hondo. Esta vez actuará.

- Mariana —dice, y no le importa si su tono de voz suena cortante — ¿te acuerdas del juego de las cartas?

- ¿De qué me hablas, tú? Ah, no, espera, el juego… —poco a poco su rostro se ilumina con el recuerdo —Pero sí, ¡el juego de las cartas! Uh, pero de eso hace años, ¡montón de años! ¿Cuantos teníamos?

- Trece años. Mejor dicho, yo tenía trece años y un mes y a ti te faltaban dos meses para cumplir trece años.

- Oye, eso sí es memoria…

- Es que fue a principios de Enero, justo antes de que comenzáramos la Secundaria. O sea, supuestamente el último juego de niños que jugaríamos porque ya nos sentíamos grandes. Aunque si lo piensas, era un juego más propio de adolescentes.

- Sí… Escribirle una carta a nuestros “yo” del futuro, preguntarles que como estaban, como era el mundo y todo eso. Luego, enterrar las cartas bajo algún árbol y dejarlas para la historia. ¡Como nos ensuciamos al cavar!

- Y si volvías en noche de luna llena y desenterrabas la carta quizá habría una respuesta. Eso decíamos.

- Creo que fue la última vez que vi una carta con sobre. Claro, mira que fuimos una de las últimas generaciones que supieron lo que era la vida sin el internet. Bueno, más bien cuando todavía no era tan conocido.

- ¿Y nunca volviste por tu carta?

La manera en que clava sus ojos en ella la hace desviar la mirada.

- Tu sí —dice Mariana. Es un hecho, el tono en que lo dice no deja lugar a dudas.

- Yo sí… ¿y si te digo que en efecto había otro sobre y que sí había una respuesta pensarías que miento o que te quiero tomar el pelo? ¿Pensarías que enloquecí?

Ella no responde, pero esta vez sí puede sostenerle la mirada. Pasan al menos dos segundos en silencio. Los ojos marrón claro de ella y los verde oscuro de él se miran con cierto cariño que el resto de sus cuerpos no comunica. Ella está sentada con rigidez, los dedos de la mano derecha asiéndose de la copa ya vacía. Él se inclina ligeramente hacia ella. Sin responder la pregunta de él, ella le dice:

- ¿Y qué decía la carta?

- Volví por ella mucho después, cuando estábamos en nuestro quinto año de bachillerato. Ahí teníamos que escoger qué área cursaríamos el siguiente año, ¿recuerdas? Era cuando nos insistían en que por primera vez tomaríamos una decisión importante para el futuro y esas babosadas. Pero en ese entonces no parecían babosadas, sino cosas que daban miedo por absolutas. Entonces, el mundo de los adultos era algo salvaje que se nos venía encima y que tenía la culpa de esos estudios que entonces parecían incomprensibles. ¿Como íbamos a saber lo triviales que son en realidad? —él vacía el resto de su bebida de un solo trago. Hace una mueca al sentir el sabor del chocolate ya frío y continúa —pues paseaba en esos bosques en los que antes jugaba y se me ocurrió buscar el árbol y la carta. No era difícil: un árbol a la entrada de un vivero contra el que una vez chocó un borracho  y que aunque no se secó florecía muy poco. Crecía, pero apenas le salían hojas y flores. Pues lo encontré y se me ocurrió desenterrar esa carta. Sabía que la mía estaba a la derecha según se entraba y la tuya a la izquierda. Y mira… en realidad lo que quería era ver lo que había yo escrito. No sé, acordarme de qué quería en la vida y esas cosas.

El mesero los interrumpe un momento para llevarse los trastes sucios y preguntar si desean algo más. Ella niega con la cabeza. Él pide un vaso de agua, puesto que tiene mucho que narrar y porque supone que aún permanecerán un rato en el restaurante.

- …sigue —dice ella cuando han pasado segundos desde que el mesero se marchara y él no ha continuado.

- Sí, perdón, es que… Es que nunca se lo he dicho a nadie, y así en voz alta suena, no sé, no parece real… El caso que la desenterré, y era el mismo sobre, con la fecha de cuando fuimos y todo. Pero la carta en el interior no era la mía. O de hecho, sí era; quiero decir, era el mismo papel, juraría que la misma pluma inclusive. Pero la letra era un poco distinta, más pesada. Y el contenido… Mariana, la carta me advertía que no fuera a escoger una carrera que no pagara bien. Que en diez años, es decir a los veintitrés, diez años después de que enterráramos las cartas, tendría problemas para conseguir un empleo y para pagar cualquier deuda que acumulara. Que no aguantaría vivir con menos de lo que estaba acostumbrado.

- Pero, oye, no sé… ¿no le contaste nunca a tus padres de…?

- Sé lo que piensas, que probablemente esa otra carta era de alguien más. Mis padres nunca tuvieron la imaginación como para decirme de una manera tan fantasiosa que estudiara algo que deje, como solían decirme. No… yo sé de cierto que era mi propia letra, y que los cambios eran porque tenía más edad. Lo sé por instinto, o quizá porque me convencí de inmediato.

Ella decide ordenar un té de manzanilla. Más para insertar una pausa en la conversación que por otra cosa.
Él prosigue:

- El caso es que me asusté y opté por lo que parecía seguro. Números, diseño… esas cosas nunca me atrajeron pero tampoco se me hacían difíciles. Terminé el bachillerato con promedio normal, ¡bueno! Según la escuela, con “promedio satisfactorio”. Después la universidad, la carrera, la Tesis, graduarse; no me costó mucho conseguir empleo, pero tampoco era la gran cosa. Uno de millones de empleados en cierta empresa, con ascensos y promociones por escalafón. No puedo decirte que fui infeliz; de hecho, supongo que era normal: los estudios primero, luego el ganar mi propio dinero, rentar un departamento, salir de vez en cuando con alguna muchacha de la facultad o de la empresa después, ir de copas con amigos de vez en cuando… claro que con todos los amigos perdía el contacto cada vez que cambiaba de ambiente, es decir que no había nadie especial. Pero esas cosas no te afectan hasta que no te das cuenta. Y vaya si me di cuenta.

- Volviste a hacer el juego de la carta —nuevamente, es un hecho y no una pregunta.

- Volví a hacerlo. Conocí a Patricia en la fiesta de cumpleaños de algún compañero. Era la hermana de no sé qué secretaria o algo así. Como era costumbre, conversamos, bailamos un rato, se nos ocurrió intercambiar números de celular. Pero a la semana siguiente la llamé para salir y ella dijo que sí. En fin, ya te lo imaginarás, poco a poco nos hicimos novios. Y al año de eso me promovieron y me di cuenta de que tenía suficiente dinero como para comprar una casa. Y si nos juntábamos… Esa es la cosa, cuando empecé a buscar dónde se podía comprar un anillo de compromiso me di cuenta de que estaba pensando estas cosas porque era conveniente. No puedo decirte si la amaba porque justamente me di cuenta de que no tengo idea de qué significa eso. ¡Bueno, quizás nadie la tiene! De lo que sí estoy seguro es de que todo parecía cómodo, fácil de hacer, nada arriesgado…

- Oye… ¿me equivoco o con el trabajo era lo mismo? No que lo odiaras ni nada, sino que te quedabas ahí porque era seguro. O más bien, era tan seguro que ni siquiera se te ocurría, ¿como decirlo? Que… son rutinas tan hondas que ni siquiera nos damos cuenta de que son rutinas. Hasta que ocurre algún accidente ni siquiera nos damos cuenta de que son cosas a las que nos acostumbramos…

- Un accidente. Ese es el asunto, que nunca he estado en un accidente. Es decir, sé que existen, obviamente. Alguna vez estuve cerca de donde atropellaron a alguien, escuché decir que a no sé quién lo asaltaron o que fulano de tal murió así o asá. Y leo el periódico, o por lo menos visito sus páginas de vez en cuando. Sé, pero diría que estas cosas nunca me tocan de frente, y de hecho me pregunto si… Pero mira, el punto es que me di cuenta del asunto con mi vida y un día al salir del trabajo se me ocurrió manejar hasta ese vivero de antes. Me dije que si Patricia aceptaba debíamos ir con mis padres a avisarles del compromiso y por eso era mejor recordar cómo llegar, pero eso es un pretexto. Casi toda justificación que le ponemos a nuestros actos es un pretexto, porque si confesáramos cuántas cosas las hacemos por hacerlas nos daríamos cuenta de lo poco que controlamos nuestras vidas. Pues bien, el vivero sigue ahí, aunque hoy en día está algo descuidado, y el árbol sigue ahí. Creo que es el mismo árbol, igual podría ser otro. Arranqué una página de mi agenda, escribí sobre mis dudas con Patricia y la enterré —muy mal, por cierto, ya que no tenía a mano una pala ni nada por el estilo. Pero la enterré. Después volví a casa y durante unos días no pensé más en el asunto. Pero a la semana siguiente volví.

- ¿Y qué había?

- La misma página de mi agenda, por supuesto. Con la misma tinta. Y con otro mensaje: Que sí, que le pidiera matrimonio a Patricia, que si no, un día se aburriría de mí y se iría con alguien más. Y eso hice, y ella aceptó… de esto, hace ya tres o cuatro años. Y lo demás…

El mesero viene de nuevo a llevarse la taza y el vaso ya vacíos. Les pregunta insistentemente si se les ofrece algo más; Héctor pide la cuenta, Mariana se sorprende ligeramente al consultar su reloj de muñeca y darse cuenta de que llevan casi tres horas conversando.

- Sigue, ¿Lo demás, qué? ¿O eso es todo?

- Lo demás, lo de siempre: nos comprometimos, compramos la casa juntando nuestros ahorros, nos casamos, tuvimos un hijo, me ascendieron a gerente, tuvimos una hija y Patricia dejó su trabajo para dedicarse a los niños. Y la casa, y visitas a los parientes, y es de suponer que después las guarderías, las escuelas, las vacaciones… Desde entonces he vuelto una y otra vez al vivero. Cada semana, de hecho. Porque hay algo que no te he dicho, haga lo que haga la tierra alrededor del árbol no cambia. Es como si nunca hubiera cavado nadie por ahí. Y aunque siempre voy de noche, es extraño como nunca hay nadie por ahí. Ningún guardia, nadie pasa por la calle, nada. Pero eso no es lo que me preocupa.

- ¿Qué te preocupa?

- Te digo que nunca he tenido ningún accidente; que de hecho nunca he tenido ningún disgusto, nada muy grave. Mi madre murió el año pasado, de un aneurisma. Pero como ya sabía que ocurriría, no me afectó gran cosa; tuve tiempo de despedirme y todo. Ja, incluso mis hijos tienen los hombres que me dijeron las cartas. Si no, no les hubiesen gustado sus nombres y crecerían con un poco de resentimiento. Todo perfecto, todo bonito, y yo me siento hueco del todo. Siento que no importaría si muriera, porque hace mucho que no he vivido.

- ¡Héctor!

Pero él no parece escucharla ya.

- He pensado que cuando éramos niños, tú, los demás de la cuadra y yo… A mí nunca me importó lastimarme, pero sí me ponía muy nervioso cuando se venía algo encima. Por ejemplo, me asustaba mucho más cuando mi padre amenazaba con pegarme que las pocas veces que sí me llegó a pegar. Creo que siempre le tuve miedo, no digamos al futuro, sino a la incertidumbre. A la idea de que en el porvenir hay algo tan horrible que es peor lo que nos podamos imaginar. Y ya ves… ahora pienso que estaba equivocado. Lo único peor que la incertidumbre es la absoluta certidumbre de que todo marchará como siempre. Sí…

- …oye, Héctor, a todo esto…

Pero Héctor se incorpora y toma la cuenta. Se inclina para besar fríamente la mejilla de ella mientras le susurra:

- Gracias por escucharme, Mariana. Yo pago. Pero no me sigas, no me preguntes nada. Ya no quiero pensar en esto.

Ella lo mira marcharse hacia la caja. Cualquiera, al verla, la supondría atónita por lo que el hombre debe haberle dicho al oído. Pero no es eso, es la angustia de saber que ella tampoco se atrevería a dar el salto hacia lo imprevisto. ¿Cómo confiar que ella también ha vuelto una y otra vez a ese vivero y que las cartas son también el oráculo de su organizada, dulce, aplastante vida? ¿Cómo confesarle que acudir a su cita estaba también vaticinado y que era la única manera en que sabría de cierto que no está loca, como sabría de cierto que una vez que se escoge una senda y se deja atrás un cruce los otros caminos ya no existen más para nosotros?
Tras un rato, ella también se incorpora, sale del restaurante y se sumerge de vuelta en el mundo.


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