10.8.17

Cuento.


¡ARRIBA! 

Por: Fernando Brambila O. 

***

“Mis padres solían salir cada noche de viernes, supongo yo que al cine o a cenar,  a bailar (entonces aún eran bastante jóvenes), o simplemente a estar juntos unas cuantas horas sin el peso de la casa, la familia y esas cosas. A Óscar, mi hermano mayor, eso no le importaba. Él tenía sus clases de música de las que volvía tarde y exhausto para desplomarse en la cama tras un improvisado refrigerio de sándwich y refresco. Mis otros dos hermanos aún no habían nacido. Y a mí, que por entonces cursaba el primer año de primaria, me dejaban al cuidado de Licha, una de las sirvientas. Chacha y nana a la vez, realmente. Ella era joven a su vez —realmente joven, hoy en día me percato de que tendría dieciséis o diecisiete años a lo mucho. Pero entonces, claro, yo la veía como adulta, una persona grande. Ni siquiera pensaba en si me quería. Daba por sentado que me cuidaría, que todo estaba arreglado. 
Generalmente lo que hacía era básicamente sentarme frente a la televisión mientras ella hacía el planchado, hasta que o bien cayera yo rendido o bien oscurecía, y entonces me ordenaba irme a la cama. 
Pero hubo una noche distinta, y sólo una. Apenas si me daba yo cuenta de nada, pero hasta para mí era obvio que algo había cambiado. Para empezar, en cuanto mis padres se fueron en el Porsche, ella se dio una ducha, cosa que solo hacía en la madrugada, y se puso ropa de calle en lugar del uniforme. Una falta corta y negra, una blusa roja; creo que nunca antes se los había visto, quizás eran hasta nuevos. Incluso llevaba otro peinado y un perfume que creo olía a manzana. 
Y digo “creo” porque lo que pasó a continuación lo tengo mucho más impreso. Que tras un rato de espera (por cierto que Licha no había sacado la mesa de planchado, también eso me llamó la atención) sonó el timbre. Primero pensé que era Óscar, que seguro había vuelto a perder las llaves. Luego recordé que él se había ido de viaje con un grupo de su escuela. Licha abrió la puerta y dejó entrar a un hombre que de inmediato la alzó en brazos y la besó. A mi los ojos se me fueron tras de él. Tiene que haber sido también muy joven, pero yo lo que veía era un hombre apuesto enfundado en pantalones de mezclilla desgastados, con un chaleco de cuero que resaltaba su camiseta blanca y un paliacate verde en la cabeza. Para mí era un motociclista como hasta entonces sólo los había visto en películas. Incluso llevaba botas, también de cuero negro. 
Se llamaba Francisco. Para saludarme, se agachó hasta quedar más o menos a mi nivel y me tendió la mano. Todo el tiempo sonreía. Supuse que yo debía sentarme a ver la tele como siempre, pero en vez de eso Francisco se puso a hurgar en los estantes y encontró una consola de videojuegos de mi hermano. Debe haber sido el Super-Nintendo. Los tres nos turnamos para jugar —¡qué se yo qué juego era, eso sí se me borra! Alguno de aventuras. El hecho es que cuando me di cuenta ya era noche cerrada. Más tarde que de costumbre. Licha estaba por mandarme a la cama, pero Francisco le dijo que él se encargaba. Supongo que me vieron exhausto. Él se inclinó y me dijo “Arriba, amiguito. ¡Arriba!” mientras me cargaba. Olía como a papas fritas. Nada remotamente parecido al agua de colonia de mi padre. Y para mí, mil veces mejor…”

Fidel dejó pasar casi un minuto sin agregar nada más. Mauro, suponiendo que había terminado, sacó la cabeza un poco más del agua y le dijo socarrón: “¡Uyuyuy! Segurito que fue tu primer flechazo, ¡a poco no!” 

Fidel parecía estar a punto de encogerse de hombros, pero en vez de eso asintió. “Fíjate. Creo que de hecho sí. No vayas a pensar que me quería casar con él o que me puse a dibujar corazones con su nombre en el cuaderno. Fue la única vez que lo vi.” 

“Pero como para que todavía te acuerdes de su nombre…”

“Me impresionó mucho. Quizás también por lo que pasó luego.”

Mauro nadó rápidamente hacia él. Por un segundo pasó justo encima de uno de los reflectores que iluminaban la alberca desde el piso. Su delgado cuerpo parecía brillar en la luz blanca, y su traje de baño color rosa se volvió casi transparente. “¿Qué fue, qué paso? ¡No te atrevas a dejarme picado!”

Fidel, de pronto un poco consciente de su bañador negro, asintió. “Te lo diré, pero te advierto que te vas a decepcionar. Porque no fue nada picante. No como me imagino que te imaginas. Verás: de algún modo mis padres se enteraron de la visita. Cómo, no tengo idea. Yo no dije nada, porque así me lo ordenó Licha al día siguiente. Algún detalle se le habrá escapado. Visto ahora es muy claro: Aprovechando que en la casa no hay mas que un niño, van los novios y se dan un agasajo en la casa de Polanco. Recuerdo a mi madre gritándole a Licha que cómo era posible, que cómo se atrevía a meter a la casa a un barbaján… pero mi padre cerró la puerta de la cocina donde ellas estaban y me prohibió seguir escuchando. Fue donde por primera vez me di cuenta de que un regaño de mis padres podía ser completamente inmerecido.”

Mauro bostezó y de pronto salió de la alberca. Se calzó las sandalias y comenzó a secarse con una toalla también rosa que no era exactamente del mismo tono que el traje. “Ya me dio frío,” dijo. “Y hambre. ¿Como ves una pizza? Creo que entre los dos alcanza.” 

Fidel quería seguir nadando otro rato, pero también salió. “Creo que sí. Dices en el restaurante ese que está como a… que, veinte minutos. ¿Ese?” 

“Ese.” En broma, agregó: “Hombre. Si aceptaras dinero de los gritones esos de tus padres podríamos comer donde nos diera la gana a diario.” 

“Pero entonces capaz que no acababa yo por aquí…”

“…te ibas al jaiat o no se qué, claro…”

“…y no nos hubiéramos conocido…”

“Eso sí hubiera sido una tragedia. Bueno, para uno aquí. Que no soy yo.”

Fidel retorció su toalla en forma de látigo y trató de embestir con ella a Mauro, quien esquivó el ataque entre risas. 

“Ya en serio,” dijo luego Mauro camino a los cuartos. “¿Nunca les preguntaste por él? Porque, digo…”

“No. Entonces no se me habría ocurrido. Y después, a ella la habían despedido.” 

Minutos después, ya camino a la pizzería habían pasado a charlar de otras cosas. No volvieron a tocar el tema por un par de días. Pero esa misma noche, envuelto en sábanas y flotando en ese punto entre la vigilia y el sueño, Fidel se sintió por un momento rodeado por brazos amables y cálidos, y una voz que le decía: “Arriba, amiguito…. arriba…”

***

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